Ni la ingeniosidad ni el aprendizaje merecen consideración si no contribuyen a la felicidad de la vida.
La Abeja y la Araña una vez entraron en un acalorado debate sobre quién era el mejor artista. La Araña defendió su habilidad en las matemáticas y afirmó que nadie estaba tan bien versado como ella en la construcción de líneas, ángulos, cuadrados y círculos; que la telaraña que tejía diariamente era una obra de arte inimitable por cualquier otra criatura en el universo; y además, que sus obras eran producto exclusivamente de ella misma, el producto de sus propias entrañas; mientras que la vanagloriada miel de la Abeja era robada de cada hierba y flor del campo; y que incluso tenía obligaciones con las malas hierbas más humildes. A esto, la Abeja respondió que esperaba que se le reconociera al menos la excelencia de extraer miel de las malas hierbas más humildes; y que en cuanto a robar dulzura de las hierbas y flores del campo, su habilidad era tan evidente que ninguna flor sufría la menor disminución de su fragancia debido a una operación tan delicada. Entonces, en cuanto al conocimiento de la Araña en la construcción de líneas y ángulos, creía que podía confiar en la regularidad de sus panales; pero como podía añadir a esto la dulzura y excelencia de su miel, y los diversos usos de su cera, no tenía nada que temer de una comparación de su habilidad con la de la tejedora de una frágil telaraña; pues el valor de todo arte, observó, se estima principalmente por su utilidad.
